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Por Caius Apicius Madrid, 25 may (EFE).
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Un vicio en el que no debe incurrir jamás quien se tenga por gastrónomo y aspire a ser reconocido como tal es el de la patriotería, entendida como el alarde excesivo e inoportuno de patriotismo : el gastrónomo no es apátrida, pero debe huir como de la peste del chovinismo.
Hace años, en uno de sus libros de viaje, el Nobel de Literatura Camilo José Cela afirmaba que el patriota es quien está orgulloso del lugar en que ha nacido y lo defiende, actitud en la que tiene razón, mientras que el patriotero - por entonces, Cela usaba la palabra ' nacionalista ' - es el que proclama contra viento. marea que su tierra natal es en todo superior a las demás, cosa en la que - decía Cela - bien pudiera no tener razón.
En esto de la comida abunda demasiado la patriotería.
Uno no tiene ningún inconveniente en aceptar que cada cual defienda la cocina y los productos de su tierra ... siempre que esa defensa no implique el desprecio por cuanto es ajeno a las costumbres gastronómicas de su solar patrio.
En este caso, habrá que pasar de Cela a Antonio Machado y recordar aquello de "desprecia cuanto ignora ...
"El problema de la patriotería gastronómica - y, no nos engañemos, de cualquier otra - es ése justamente : la ignorancia.
Claro que esa misma ignorancia puede hacer caer a muchos en el defecto contrario : el, digamos, papanatismo que hace que para estos ciudadanos todo lo extranjero sea mejor.
Pues ... tampoco.
Un gastrónomo es algo así como un viajero, pero viajero, no turista ; un viajero, digamos, al estilo del siglo XIX, una persona llena de curiosidad y liberada, en lo posible, de prejuicios, dispuesta a aceptar las cosas buenas de los demás sin por ello renegar de las propias.
Pero esa universalidad del gastrónomo - los primeros que universalizaron la gastronomía fueron los romanos - no implica la renuncia a lo propio.
Mucho menos las mezcolanzas absurdas, esa cocina que hoy llamamos ' de fusión ', muy defendible siempre. cuando no derive, como en tantos casos, en cocina ' de confusión '.
Insistiremos siempre en que una cocina, para ser de verdad grande, ha de ser fiel a su tierra, y también a su tiempo.
Pero debe, cómo no, estar abierta a incorporaciones foráneas.
Qué sería de la cocina europea, por ejemplo, sin las patatas ; o de la cocina mediterránea sin los tomates, productos ambos que llegaron al Viejo Mundo hace menos de cinco siglos ...
Imagínense ustedes que entre aquellos españoles, que fueron quienes llevaron a Europa esos dones americanos, se hubiera impuesto la patriotería gastronómica : patatas y tomates se hubieran quedado en curiosidades botánicas.
No hay, no puede haber, una cocina universal ; recuerden ustedes ese horror conocido como ' cocina internacional ' tan frecuente en restaurantes de hotel.
Pero tampoco puede haber una cocina encerrada en sí misma.
No cabe preguntarse, ante un nuevo alimento, una nueva especia, ¿ de dónde viene esto?, sin investigar antes lo verdaderamente importante : ¿ está rico?
Pues, si está rico ... adelante, viniere de donde viniere.
Por supuesto, hay que estudiar cómo adaptamos ese nuevo producto a nuestros usos culinarios más arraigados.
Así, nuestra cocina evoluciona, se enriquece.
De la otra manera, encerrándose en sí misma, acaba por debilitarse y extinguirse ; la endogamia no es buena para casi nada.
Tengan, pues, la mente abierta, y los sentidos más todavía.
Que, parafraseando a Shakespeare en ' Hamlet ', hay más cosas ricas en la Tierra de las que alcanza tu sabiduría, o tu experiencia personal.
No se conviertan en eunucos del gusto por mera patriotería : se perderán tantas cosas ricas ...